En esas salió el cuarto toro, tomó una vara empujando con gran fijeza, en banderillas embistió con codicia al capote de Mariano de la Viña - “ojo con este toro”, pensé -. El animal colocaba la cara con la misma clase que sus hermanos, pero la embestida era distinta, este tenía casta, empujaba con los riñones y mucha codicia, un toro de los que gustan al aficionado, un toro de los que descubren a un torero.
El de Zalduendo tuvo la suerte de caer en el lote de Enrique Ponce, él vio al toro antes que nadie, brindó al público y empezó la faena con unos precisos doblones. Hay dos cosas que nadie hace como Ponce, doblarse con los toros y desmayar los derechazos, ¡como nadie!. Ponce dio al toro todo lo que pedía al inicio de faena, el de Zalduendo se iba viniendo a más y templando su vibrante embestida, hubo una serie de naturales a cámara lenta. Gran toro, de los que piden “los papeles”, de los que exigen mando, temple y mano baja, receta que le administró Ponce en su justa medida con la aparente facilidad que muestra en todas sus faenas. Sonó el primer aviso, la plaza enloquecida con lo que allí se vivía, la conjunción perfecta entre toro y torero, empezó a pedir el indulto, se quería salvar la vida de ese milagro que saltó al ruedo, el milagro que es el toro bravo.
Todos de acuerdo, el público enloquecido, el torero entregado, el ganadero vibrando, Manzanares, quien venía de hacer una muy torera faena aplaudiendo a su compañero igual que hacía Talavante. El toro es el eje de este arte y cuando salta uno con todas sus virtudes, bravura, casta y fuerza todo cambia, todo adquiere otra dimensión… el 28 en Linares se produjo el milagro. Todos lo vimos, todos menos uno.